Durante mi estancia en el norte pude disfrutar de uno de los espectáculos celestes que más me han encandilado. Estoy hablando de las auroras boreales.

La primera vez (y casi la única) que las vi fue una noche de octubre. Estábamos en una cocina compartida cuando Romi, una chica que llevaba ya algún tiempo en la ciudad, nos dió el soplo de que esa noche el cielo iba a teñirse de verde.
Nos preparamos lo más rápido que pudimos y acudimos a un parque cercano a la residencia, en el que apenas había contaminación lumínica. Lo que no sabíamos por aquel entonces es que las auroras son muy tímidas y presumidas; hay que esperar a que se arreglen y se pongan guapas para mostrarse. Pese al frío, íbamos más o menos preparados. Movimos un banco para ponernos mirando al norte y nos dispusimos a cenar. Yo, antes de nada, preparé la cámara haciendo algunas pruebas.
Tras un buen rato de espera, vimos una luz en el cielo. Resultó ser el foco de una discoteca. Hubo cierta confusión aunque dió la casualidad de que acto seguido comenzó el espectáculo. Pude ver como el cielo, poco a poco se iba llenando de un color verde intenso. Si tuviera que explicar lo que vi, diría que fue como si el cielo fuera un lienzo y alguien estuviese pintando en él con un pincel. Yo, en ese momento, me dividía entre estar totalmente boquiabierto mirando al cielo y hacer lo posible para obtener una fotografía que hiciese justicia a ese momento mágico.
Después de un rato, muy breve a mi parecer, se acabó el evento. Mis amigos a mi alrededor se abrazaban con emoción, emocionados o para exteriorizar la emoción del momento.

A partir de esa noche, las auroras fueron mi obsesión en Bergen. Mis sentimientos hacia ellas semejaban a los del amor en una primera cita. En cambio yo, para ellas, no era más que el divertimento pasajero de una noche. Por suerte para mí, alguna que otra noche tuvieron un desliz.
Sin embargo en Bergen, debido al clima tan lluvioso, es muy difícil disfrutar de eventos astronómicos. Las nubes, cual novio celoso, se intentaban interponer en ese amor platónico. Esas mismas nubes que me impidieron disfrutar, por ejemplo, de las lluvias de estrellas.
Muchas veces iba solo a la búsqueda de un encuentro, por fugaz que fuese. Aunque tengo que agradecer que en otras ocasiones me acompañase alguien. Recuerdo una noche con Juanmi durmiéndose en un banco cual suicida, otras en las que engañaba a Guillem. Recuerdo con especial cariño las noches con Ana (Ana Traba de Gándara – las tierras del norte), una madrileña a la que le gusta también la fotografía y que compartía parte de mi obsesión por las auroras. Es una pena que las expediciones fueran totalmente infructuosas, por culpa de esas malditas nubes que cubren Bergen.
Una de las razones por las que volvería al norte, es para poder hacer algún viaje a un lugar más propicio para verlas. Si tú, querido lector, aún no has sido testigo de esta experiencia, te recomiendo que lo seas. Es una de esas cosas que hay que ver al menos una vez en la vida.
Qué bonita entrada! La verdad es que esas noches de congelación son uno de los recuerdos más bonitos que me traje, jejeje. Hay que hacer un viaje pensado para ver auroras, y vuelvo a acompañarte 🙂
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Si que es verdad que es una de las cosas que mejor recuerdo de Bergen. Lo del viaje no es mala idea. Yo volvería encantado al norte con tal de ver auroras. Ya te diré si sale algún plan de ese tipo.
Un abrazo.
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